Hace muchos años, miles de años, en un poblado indio, vivía una princesita, la cuál fue casada por obligación de su padre, con el mejor guerrero que tenían: un hombre enjuto, soberbio, engreído y malhumorado donde los hubiera…
La indiecita en cambio, era una soñadora, que adoraba la luna, que escuchaba el arruyo de los ríos, el alegre cantar de los pájaros, para ella, el mundo era un lugar hermoso que había que festejar… Y que, dado el talante de su marido no podía compartir con él.
Solía dar largos paseos por los alrededores del poblado, buscaba las luces mágicas sobre las aguas, que le daban calor, la brisa suave del atardecer que hacía que los árboles bailaran y cantaran bellas y dulces canciones.
Uno de esos días de paseo, se topó con un camino pedregoso, que nunca antes había visto. Un camino construido por un riachuelo de difícil acceso. Cuando lo vio sintió una voz interior muy fuerte, que le sugirió que lo tomara, y así lo hizo.
Saltaba piedras aquí y allá, hasta que se torció un tobillo y cayó… Al tratar de levantarse la vió… Se trataba de una caléndula. Una flor delicada, aterciopelada, de color naranja salmón. No podía creer que aquella flor tan mágica y maravillosa, pudiera crecer entre aquellas abruptas piedras… Y en la creencia de que jamás le contestaría, le dijo: «gracias por tu belleza, has hecho que mi día merezca la pena, bella flor»…
Cuál sería su sorpresa, cuando mientras ella luchaba por incorporarse en aquél resbaladizo lugar, la caléndula le contestó… Su voz dulce, casi musical, la estremeció, y decidió posponer su vuelta un rato para mantener una emotiva charla con aquélla flor excepcional…
A partir de aquél día, iba todos los días al encuentro de su caléndula. Charlaban, compartían profundas conversaciones sobre la vida, sobre el amor, y cantaban al unísono bellas y alegres canciones llenas de luz… Con el tiempo, ella y su caléndula se volvieron inseparables, pues aquélla preciosa flor, se convirtió en lo más hermoso de su vida… Se convirtió en un amor tan profundo y tan puro, que se estremecía de sólo recordar su voz.
La indiecita era feliz, andaba por el poblado cantando, repartiendo flores a todo el que se cruzaba con ella, y no podía parar de sonreír… Tanto era así, que su marido, comenzó a sospechar que le ocurría algo extraño, pues nunca antes la había visto tan feliz… Y pensando en cuál podía ser el motivo de tanta felicidad, un día la siguió…
Su ira al contemplar aquél grandioso amor, hizo que se cayeran todas las hojas de los árboles, y su aullido era como el de un lobo desatado. Clamando venganza, se dirigió hacia la hermosa caléndula y la arrancó de raíz, haciéndola plantar en los confines de la tierra, para que su esposa jamás volviera a verla…
La indiecieta se retorcía de dolor, volvió al poblado, se recostó en su camastro, y se sentía morir…
Pasaron los días, y la indiecita se moría… Pero de repente ocurrió algo insólito: alrededor de su camastro, se reunieron los espíritus del aire, la tierra, el fuego y el agua, pues no podían permitir que la indiecita muriera, y con su muerte acabara en la tierra aquél sutil y delicado amor, así que entre todos, decidieron convertirla en espíritu. Sería la «primavera», y sería el aroma de todas las flores, el calor de todos los fuegos, la emoción, la luz y la vida del agua, y el profundo baile del viento… Viviría por toda la eternidad… Y Así fue…
Y cuentan, que la indiecita, ya transformada en «primavera», todas las mañanas, se acercaba a los confines de la tierra, esparciendo su fragancia por todo lo ancho y largo de este planeta, y esperando recibir el dulce y tierno aroma de su caléndula… Y lo recibía… Siempre lo recibió… Por toda la eternidad…
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